12 noviembre 2014

Hacia las estrellas


En varias entrevistas concedidas durante la promoción de “Interstellar”, Christopher Nolan ha contado que dos de las películas que considera sus favoritas las vio siendo un niño, en el cine: “Star Wars” y “2001. Una odisea del espacio”. No hacía falta que lo dijera de forma tan explícita, porque la impronta de las dos se nota en su última película, una película que llegaba a los cines con la expectación desatada e infladísima que acompaña a su director desde “El caballero oscuro”. Hay pocos realizadores que despierten en Internet elogios tan encendidos y odios tan viscerales, y pobre de quien se meta en medio de una discusión entre nolanistas y anti-nolanistas, porque saldrá escaldado sin saber muy bien qué acaba de pasarle.

Nolan es un tipo ambicioso desde su primer éxito, “Memento”, una cinta que ya jugaba con la linealidad de la narración y con la manera en la que nos enfrentamos a la pérdida de algún ser querido, y sus “juguetes” se han hecho más caros y más grandes conforme ha pasado el tiempo y la trilogía de Batman le ha convertido en uno de los pocos directores que puede gastarse más de cien millones de dólares haciendo una película original (no basada en nada ni siendo secuela de nada) para los grandes estudios de Hollywood. El último ejemplo reciente fuera de Nolan, y tal vez casi único, es James Cameron con “Avatar”, otro que despierta pasiones encontradas, y otro para el que estos proyectos faraónicos son muy personales para él, aunque no lo parezca. En el caso de Nolan, y como queda clarísimo en la película, “Interstellar” está hecha para su hija; en su centro está la relación entre Cooper y su hija Murphy, y cómo la misión del primero afecta a la segunda.

El componente emocional es, por tanto, muy importante en la cinta, pero su equilibrio con la parte de ciencia ficción más pura y dura no está del todo bien logrado. Los discursos sobre el amor y el giro final de la trama no acaban de encajar con la historia de exploración de otros planetas en los que la humanidad pueda sobrevivir, huyendo de una Tierra que ha sido ya sobreexplotada hasta el punto de quedar yerma. Y huyendo de una sociedad que ha dado importancia a lo práctico, sólo a lo que puede tener una aplicación inmediata, sobre aspectos de curiosidad intelectual, de avance del conocimiento que pueden tener beneficios indirectos más adelante. Esa cortedad de miras es lo que, en última instancia, amenaza con poner el último clavo en el ataúd de los humanos.

De “Interstellar” se ha dicho que es una space opera, pero eso no es en absoluto malo. Pocas series veréis más serias que “Babylon 5”, una space opera con todas las letras que se atrevió a hacer una metáfora directa de la pasividad de la ONU ante la guerra de los Balcanes a mediados de los 90. La película está movida por la curiosidad por ver qué hay más allá, por la maravilla del descubrimiento, por el impulso para resolver un problema que se resiste. Se habla mucho de instinto de supervivencia, de amor y de lo mezquinos y egoístas que podemos ser enfrentados a una situación a vida o muerte, pero es la curiosidad intelectual donde “Interstellar” funciona mejor (la escena de Murphy gritando “¡eureka!” bien lo prueba). Y, curiosamente, consigue que unos robots con forma de monolito sean de los mejores secundarios del año. R2D2 estaría orgulloso de ellos.

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