Uno de los críticos de cine del diario The Guardian, Peter Bradshaw, escribía a propósito de "El hobbit: La desolación de Smaug", que esta segunda película de esta nueva trilogía en la Tierra Media había sido para él una revelación. Ahora entendía a qué venía tanta expectación y tanto éxito de las traslaciones a la pantalla que Peter Jackson hace de los libros de J.R.R. Tolkien, y comparaba estas cintas con las que se programaban en las matinés de los sábados en los cines de hace tiempo; estaban alimentadas por un espíritu aventurero que animó en su momento a George Lucas y Steven Spielberg a crear a Indiana Jones. Puede ser. También está claro que, a estas alturas, ya no ha lugar para que sigamos discutiendo si lo que cuenta "El hobbit" puede alargarse hasta "llenar" tres películas de más de dos horas y media de duración cada una. Los personajes nuevos que han añadido Jackson y sus guionistas, y los préstamos tomados desde los apéndices de "El retorno del rey" y "El Silmarillion", les dan trama de sobra para hacerlo. Otra cuestión es que lo hagan bien.
Este tramo intermedio tiene sus altibajos, pero va directo hacia lo que importa, que es la confrontación final entre el dragón Smaug y Bilbo. La introducción de los Elfos del Bosque (y la famosa escapada en los barriles), la persecución de los orcos, la investigación de Gandalf de las sombras que nacen en Dol Guldur, la llegada a Laketown... Todo está al servicio de esa batalla dialéctica entre el humilde hobbit y el poderoso dragón, y no decepciona en absoluto. La magnitud del tesoro de Smaug, de su poder y de la alta estima en la que se tiene a sí mismo queda perfectamente dibujada, y lo mismo el ingenio de Bilbo y cómo ese ser el hombre corriente, el héroe más inesperado, juega a su favor. Él no está cegado por el orgullo, o por el peso de la tradición y la historia o, simplemente, por la codicia, lo que le ayuda a mantener sus ojos en lo que realmente importa. Y eso que el anillo empieza a hacer mella en él...
Esa creciente influencia del anillo y cómo Bilbo se da cuenta de las cosas que le obliga a hacer es uno de los aspectos mejor logrados de la película. Martin Freeman es una gran elección para el hobbit porque transmite perfectamente esa sensación de persona normal metida de lleno en una situación que no tiene nada de normal, y además aporta unos toques de humor muy simpáticos y más frecuentes en esta secuela (el personaje de Stephen Fry es el mejor ejemplo). Teniendo en cuenta que "El hobbit" es mucho más épica en manos de Jackson de lo que nunca fue el libro, esos detalles más ligeros nunca vienen mal. Hasta Tauriel, esa elfa que se han sacado de la manga para tener algo de presencia femenina, y un poco de subtrama romántica, resulta entretenida de ver porque es menos estirada y fría que esta versión de Legolas, siendo igual de letal en el combate cuerpo a cuerpo que él. ese "There and back again" unirá definitivamente esta trilogía con la de "El Señor de los Anillos", con batalla épica entre el Bien y el Mal incluida, pero es más que probable que sea ese retrato de la codicia y de la ceguera causada por el poder lo que termine dando a "El hobbit" su personalidad propia dentro de este universo.
No sólo es la codicia de Smaug por el oro, o la que Bilbo empieza a sentir por el anillo, sino también la que Thorin siente por el trono de Rey Bajo la Montaña. Es el heredero legítimo, y la tradición familiar y el peso de la historia le llevan a querer recuperar esa posición, además de devolverle a su pueblo su reino subterráneo. Pero, al mismo tiempo, sus excesivos orgullo y sentido de sí mismo le impiden ver las consecuencias indeseadas que su empresa puede acarrear, y en parte hasta le impiden darse cuenta de la valía de quienes le acompañan en esa aventura. El viaje personal de Thorin es igual de importante que el físico por el interior de la montaña.
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