13 octubre 2014

El circo de las "curiosidades"


Todos somos freaks. Ése ha sido el leitmotiv de Ryan Murphy a lo largo de su carrera como guionista y productor televisivo. En sus series de instituto, los marginados por los chicos populares son los protagonistas, los que aprenden a aceptar que sus rarezas los hacen únicos y tan especiales como los demás, y en cada una de las cuatro temporadas de “American Horror Story” emitidas hasta la fecha, el impulso ha sido el mismo, ya fuera centrado en fantasmas en una casa diabólica, en los pacientes de un manicomio infernal, en las integrantes de un aquelarre de brujas que venera a Balenciaga o en la cristalización definitiva de ese leitmotiv; un circo de “monstruos”. Esos monstruos, o rarezas físicas, son a los que se refería originalmente la palabra freak, que ahora se utiliza alegremente para definir a gente con personalidades extrañas o, en su españolización friki,  a lo que en inglés sería un geek, alguien con un entusiasmo exacerbado por un pedazo de cultura minoritario.

Los freaks eran los protagonistas de los gabinetes de curiosidades del siglo XIX, repletos de engendros del mundo animal y de fotos de niños-perro que, al igual que los esqueletos de las sirenas, acababan siendo falsificaciones que sólo buscaban atraer a más público. Uno de esos gabinetes, y su circo correspondiente, se ve en “Humbug”, el capítulo de la segunda temporada de “Expediente X” que introdujo la serie por el camino del humor y la autoparodia, pero el que vemos en “American Horror Story: Freak Show” busca asustarnos y, a lo mejor, que empaticemos con algunas de esas personas expulsadas de la buena sociedad por sus deformidades. El referente más claro en este aspecto es “La parada de los monstruos”, la película de Tod Browning, de 1932, que traía al frente a los habitantes de uno de esos circos. Murphy y Brad Falchuk la han visto seguro, pero han añadido sus propios gustos y obsesiones, incluido un asesino en serie sanguinario y despiadado que, en este caso, parece salido de las peores pesadillas de Stephen King.

Ese payaso pone el toque de slasher a una historia que, en su arranque, se centra en Bette y Dot, las siamesas a las que dan vida Sarah Paulson y unos efectos especiales, y encuadres torcidos, muy efectivos, y su relación con Elsa, la directora de ese circo de “curiosidades”, desesperada por encontrar nuevos artistas que atraigan al público. Sin embargo, haber puesto la carpa en un pequeño pueblo de la Florida profunda, en 1952, lo único que atraer prejuicios y suspicacias. Y que los habitantes del pueblo aprovechen a algunos de los freaks para sacar a la luz sus frustraciones. Elsa es, teóricamente, la última colaboración de Jessica Lange con Murphy en la tele, y su papel vuelve a ser el de una diva total. En este caso, es una mezcla entre Marlene Dietrich y los delirios de fama y grandeza de Norma Desmond en “El crepúsculo de los dioses”, con la salvedad de que Elsa nunca saboreó las mieles del éxito, ella no tuvo la oportunidad de que se le quedaran pequeñas las películas.

Las  cuatro temporadas de “American Horror Story” son una carta de amor del guionista a Lange, revitalizando su carrera en medio de esos universos malsanos y excesivos que  crea en cada entrega. Todos los personajes que ha interpretado la veterana actriz están unidos entre sí por su nostalgia por los tiempos pasados y por el paso del tiempo. Algunos pretenden detenerlo y hasta darle marcha atrás, como ocurría con la Suprema de “Coven”, y otros viven anclados en el pasado. El contraste entre ese tiempo en el que cree vivir y el de verdad siempre resulta traumático.

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